Llama olimpicaTOKIO (AP) — Polémicos, a puerta cerrada y con un año de atraso, los Juegos de Tokio finalmente levantan el telón la noche del viernes, un despliegue multinacional de los mejores deportistas de un planeta fragmentado por un virus — y un evento impregnado por el lastre político y médico de una pandemia que no da tregua y cuya presencia acosa cada rincón olímpico.
Con una ceremonia de apertura realizada en estadio nacional prácticamente vacío, huérfano de la energía de una multitud, los primeros Juegos en pandemia en un siglo se pusieron en marcha el viernes, bajo el rechazo mayoritario del país anfitrión. El recelo y la indignación han amenazado con ensombrecer toda la pompa y encendida retórica sobre el deporte y la paz, el sello distintivo de las justas.
Al anochecer dentro del estadio, una ceremonia meticulosamente coreografeada para la televisión buscó mostrar que los Juegos — y su espíritu — era una realidad.
Un luz azul cubrió sobre las gradas vacías y la música a todo volumen enmudeció los gritos de manifestantes afuera del recinto que clamaban por la cancelación de los Juegos — un sentimiento fuerte en el país. Fuegos artificiales iluminaron el cielo. En forma de octágono, la tarima evocó el emblemático Monte Fuji.
Los organizadores guardaron un minuto de silencio por todos los fallecidos de COVID,. Al ponerle pausa a la música, el ruido de las protestas afuera hizo eco en la distancia.
Esos gritos plantearon una pregunta fundamental en estos Juegos mientras Japón y buena parte del resto del mundo padecen el azote de una pandemia que se extiende a su segundo año y arrojó cifras récord de contagios en Tokio esta semana: ¿Será eso suficiente?
“Eso”, en este caso, es el producto que se ofrece y vende, la materia primera que ha salvado a anteriores Juegos Olímpicos cuando se han visto atenazados por problemas: ese vínculo y apego humano intrínseco al espectáculo de la competición deportiva al máximo nivel.
Una y otra vez, ceremonias previas lograron alcanzar momentos que rozan con la magia. Escándalos — sobornos en Salt Lake City, censura y contaminación ambiental en Beijing, dopaje en Sochi — quedan en segundo plano con el inicio de la competición.
Pero con el coronavirus infectando y cobrándose vidas día tras día, se duda si la llama olímpica puede contra el miedo o brinda una cuota de catarsis — incluso asombro — tras un año de sufrimiento e incertidumbre en Japón y en el resto del planeta.
La actividad deportiva ya empezó — el fútbol, por ejemplo — y parte de la atención empieza a volcarse a las competencias.
De momento, sin embargo, es imposible no fijarse en lo inusual de esta cita de verano. El coqueto estadio nacional ha sido transformado en una zona militarizada aislada, rodeada de enormes barricadas. Las calles que lo rodean han sido selladas y sus negocios permanecen cerrados.
Adentro, la realidad de las cuarentenas y restricciones persiste. No se permitió la presencia de espectadores, privando el delirio de ver desfilar a las delegaciones de cada país. Los únicos testigos serán un contingente de periodistas, dirigentes, atletas y otros participantes que han tenido que pasar estrictos protocolos sanitarios.
Los Juegos Olímpicos suelen toparse con una corriente de oposición, pero siempre acompañada por una sensación de orgullo nacional generalizada.
El resentimiento en Japón responde a la creencia de que han sido obligados a ser anfitriones — forzados a desembolsar miles de millones de dólares y a poner en riesgo la salud de una población que no está mayoritariamente vacunada — de modo que el COI pueda facturar sus miles de millones en ingresos por venta de los derechos de transmisión.
“A veces la gente se pregunta la razón de ser de los Juegos Olímpicos, y por lo menos hay dos respuestas. Una es que son una muestra inigualable del espíritu humano en lo que concierne al deporte, y la otra es que son muestra inigualable en lo que concierne a aristócratas que se hospedan en habitaciones de hoteles lujos y con generosos gastos de viaje”, escribió recientemente Bruce Arthur, columnista deportivo del diario Toronto Star.
¿Cómo llegamos a esta situación? El repaso a todo lo ocurrido en el último año parece novelesco por todos sus giros.
Una pandemia forzó el aplazamiento de la edición 2020 de los Juegos. Una ráfaga de escándalos (sexismo y discriminación, denuncias de sobornos, gasto desorbitado, ineptitud, acoso) remece la organización. Y el pueblo japonés observa estupefacto cómo el evento sigue adelante pese a que numerosos científicos advierten que es una mala idea.
“Vamos a continuar con este diálogo con el pueblo japonés, sabiendo que no podemos tener un ciento por ciento de éxito. Eso es poner el listón muy alto”, dijo el presidente del COI, Thomas Bach. “Pero también estamos confiados que una vez que los japoneses vean a sus atletas competir en estos Juegos Olímpicos — ojalá con éxito — entonces la actitud será menos emocional”.
Y, aunque es posible que “la gente pueda acabar sintiéndose personalmente gusto con estos Juegos y con que Japón haya podido albergar los Juegos contra todas las adversidades”, Koichi Nakano, un profesor de ciencia política en la Universidad Sophia en Tokio, cree que este escenario “es demasiado optimista”.
La realidad es que, ahora mismo, la variante delta del coronavirus sigue avanzando, desbordando a los hospitales japoneses, además de incrementar el temor a una avalancha de casos. Apenas el 20% de la población ha completado la pauta de vacunación. Y todos los días hay reportes de infecciones dentro de la burbuja olímpica, que se supone debe apartar a los participantes en los Juegos de la escéptica población japonesa.
Por una noche, al menos, la vistosidad y el mensaje de esperanza de la ceremonia de apertura quizás sea un momento de distracción global ante toda la angustia y furia que la rodea.
“Pero para los japoneses, que tendrán una experiencia más directa y sentirán más visceralmente ver los estadios vacíos y el extraño contraste entre este espectáculo y sus persistentes dificultades para contener la pandemia, quizás no tenga el mismo impacto”, comentó Daniel Sneider, un académico sobre el este de Asia en la Universidad de Stanford.